¿Eres inmune a la imprudencia?

FOTO:  KIKE TABERNER

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"¿Te imaginas lo que sería no volver a ver a tu padre? ¿Te imaginas que por hacerte un selfie con un colega tu madre sufriera un ictus? ¿Te imaginas cómo te sentirías si alguien cercano enfermara de verdad?". Así finalizaba la carta que Eva Arriba, de 20 años, publicaba en su cuenta de Instagram, explicando cómo ella, sus padres, y su hermana habían sufrido el contagio por covid-19.

Las noticias nos indican que entre el 60 y el 70 por ciento de los positivos de los brotes de covid-19 activos en España son jóvenes y asintomáticos. Y son muchos los que critican la imprudencia de sus conciudadanos.

El problema es que a las personas nos cuesta otorgar al futuro el mismo nivel de realidad que al presente. Por eso los jóvenes empiezan a fumar aun cuando saben del riesgo futuro que esto supone, o por eso seguimos consumiendo combustibles fósiles primando más nuestra movilidad que sus consecuencias para el clima. A esta desconexión entre las recompensas del presente y las amenazas del peligro futuro es a lo que se denomina "paradoja de Giddens", pues fue el sociólogo británico de igual nombre el que la enunció, refiriéndose especialmente a los peligros del calentamiento global. Según este autor, mientras los peligros no son tangibles, inmediatos o visibles en la vida cotidiana, la mayoría de la gente no hará nada.

Además, en el caso de los jóvenes, según la psicóloga Silvia Álava, perciben un menor riesgo frente a la pandemia porque su lóbulo frontal, que evalúa el peligro, no termina de madurar hasta los 25 años. A ello se añade que son mucho más sensibles a la presión grupal; de modo que cuando van solos son tan cautos como un adulto, pero en grupo adoptan muchas más conductas de riesgo. Claro que, a la vista de las imágenes de reuniones y concentraciones sin ninguna precaución para "celebrar", entre otras cosas, las fiestas suspendidas, o del desprecio que hacia las medidas preventivas muestran algunos líderes políticos, es evidente que este tipo de comportamientos no son exclusivos de un determinado tramo de edad.

Y es que nuestra supuesta racionalidad tiene los pies de barro. En esta línea, Kahneman descubrió que tendemos a sobrevalorar las probabilidades de que suceda algo poco probable (por ejemplo, un accidente aéreo), y, sin embargo, subestimamos las probabilidades de que ocurra lo más probable (por ejemplo, un accidente de tráfico o que te contagies por covid-19).

Sabemos lo que hay que hacer, pero no lo hacemos. Es una pugna interna constante pero de resultado incierto. En la película Las tres caras de Eva, se narra la historia real de Eva White, un ejemplo paradigmático de trastorno de identidad disociativo (antes llamado trastorno de personalidad múltiple). En la paciente convivían dos Evas: Eva White, educada, sumisa, y bastante remilgada, y Eva Black, su antítesis, rencorosa, provocativa y perversa. Esta última despreciaba a la primera. Los doctores Thigpen y Cleckley que fueron los que trataron a Eva en la realidad, consiguieron resolver esta dualidad, merced a la aparición de una tercera personalidad –Jane–, que parecía combinar las facetas positivas de las dos Evas, y a las que acabó integrando sin sus debilidades. Por cierto que Joanne Woodward recibió el Óscar por su interpretación en este filme encarnando a las tres personalidades.

Nadie duda que la emoción juega un papel crítico en la toma de decisiones, y recientes estudios indican además que existe una poderosa relación entre cerebro e intestino, que influye en nuestras decisiones, hasta el punto de hablarse del intestino como un segundo cerebro, con tantos millones de neuronas como el cerebro de un gato. La escritora Suzie Welch propone un método para buscar ese equilibrio, si lo hay, entre razón y emoción: la regla 10-10-10. Consiste en responder a tres preguntas, en este orden: ¿cuáles serán las consecuencias de mi decisión dentro de 10 minutos?, ¿y dentro de 10 meses?, ¿y en 10 años? De este modo, se combinan los intereses y sentimientos más inmediatos y demandantes con las prioridades más profundas y relevantes, que de esta forma pueden salir a la superficie y así contrastar la coherencia de unos y otras. ¿Se atreve?

Publicado el 16 de julio del 2020 en Valencia Plaza

¿Decisiones racionales o emocionales?

Ya lo advertía Patxi Andión interpretando al detective Carvalho, en el filme Asesinato en el Comité Central, cuando le decía al comisario Fonseca, encarnado por José Vivó: “soy víctima de una lógica personal y profesional que aunque pueda conducirme al desastre no puedo evitar”. Y es que el ser humano es lo suficientemente complejo como para no poder separar tajantemente la emoción de la razón en la toma de decisiones y esto tiene sus implicaciones.

Los estudiosos están de acuerdo en distinguir entre unas emociones primarias, en buena medida automáticas, innatas y establecidas por la evolución, y unas emociones secundarias, que si bien tienen su origen en las primarias, no son innatas, se desarrollan con el crecimiento del individuo y su interacción social. Según Eckman, las emociones primarias son básicamente seis: miedo, ira o cólera, tristeza, alegría, sorpresa y asco. Entre las emociones secundarias encontramos la envidia, la vergüenza, el ansia, la resignación, los celos, la esperanza, la nostalgia, el remordimiento o la decepción. Las emociones suelen ser relativamente efímeras, pero cuando, especialmente las emociones secundarias, se reelaboran y alargan su duración, se convierten en un sentimiento más o menos persistente, y así por ejemplo, la tristeza deviene en depresión.

Carles Puigdemont

Carles Puigdemont

Por eso cuando en los últimos tiempos y con relación a la cuestión catalana se insiste en el retorno a la cordura, a la racionalidad, el diálogo y el sentido común, hay que reconocer que es un asunto antropológicamente complejo. Antonio Damasio planteó un juego en que se dispone de 4 tipos de barajas de naipes, con cartas que otorgan premios o penalizaciones de dinero. Dos de las barajas ofrecen premios altos pero también penalizaciones tan altas que pueden suponer la pérdida de todo el dinero que se le asignaal participante. Las otras dos barajas proporcionan premios y penalizaciones bajas, permitiendo ganar cantidades de dinero modestas pero significativas. En cada jugada el participante puede escoger de qué baraja coger una carta. El hecho es que al cabo de unas cuantas jugadas se percataba de que unas barajas eran peligrosas, mientras que otras daban ganancias pequeñas pero más seguras. A partir de este momento lo normal es que se inclinara por las cartas de estas últimas barajas.

Pero había un grupo donde esta conducta no se producía, y pese a haber detectado la diferencia entre unas y otras barajas y sus consecuencias, no hacían ese cambio, con lo que acababan sufriendo pérdidas. Se trataba de los jugadores afectados con lesiones frontales. Damasio concluye que este grupo sufre una especie de “miopía para el futuro” de modo que la lesión que padecen les impide construir el escenario a largo plazo de las consecuencias del juego, y que no perciben cambios fisiológicos en su organismo que les anticipen los resultados de la decisión y el eventual riesgo en el que incurrirán (lo que Damasio denomina “marcador somático”).

Pero no es necesario sufrir alguna lesión para que la razón se vea alterada por la emoción. En 2003 la revista Science publicó un estudio sobre la toma de decisiones. Se trataba de un juego en el que había dos participantes; a uno se le daba 10 dólares, y se le pedía que lo repartiera con el otro participante que sabía que tenía esos 10 dólares. Este segundo jugador podía aceptar la oferta –cualquiera que fuera el porcentaje de reparto- , en cuyo caso recibía la parte del dinero que se le había ofrecido, o podía rechazarla. En este último caso, ambos jugadores lo perdían todo. Parece lógico que más vale aceptar algún reparto antes que perderlo todo, pero no era esto lo que pasaba. La mayoría de participantes acababa haciendo una valoración moral, no racional, de la propuesta, rechazaban las ofertas demasiado bajas, y en consecuencia las dos partes lo perdían todo. Ahora bien, curiosamente los resultados del experimento fueron distintos según donde se realizaba: los campesinos de América del Sur y de África presentaban mayor tendencia a aceptar la oferta de reparto aunque fuera muy desigual, frente a los participantes de los países occidentales industrializados y ricos. Así las cosas, reconozcamos humildemente que a la hora de decidir, como espetaba Goethe, “somos todos tan limitados, que creemos siempre tener razón”. Publicado en Valencia Plaza 6 de octubre 2017