¿Buena suerte o mala suerte?

Decía uno de los protagonistas del filme Parásitos que “el único plan que nunca falla es no hacer planes, porque cuando haces planes nunca salen como esperabas”. Que la reforma laboral haya resultado aprobada in extremis merced a la “equivotación” de un diputado del Partido Popular, nos evoca historias de errores trascendentes y de lapsus garrafales.

En este caso en concreto, Sigmund Freud nos recordaría en su Psicopatología de la vida cotidiana, que “allí donde aparece un error, yace detrás una represión, o, mejor dicho, una insinceridad, una desfiguración de la verdad, basada, en último término, en un material reprimido”. Se trata de los llamados actos fallidos. Por cierto, que también la propia presidenta del Congreso Meritxell Batet inicialmente declaró “derogado el decreto-ley”.

Claro que también cabe que Alberto Casero, cuando votó en contra de lo previsto por su partido, simplemente se equivocara. Vamos, que la falta de competencias digitales le causara una mala pasada. Pues también Freud apostillaba que “de estos errores originados por una represión hay que distinguir otros debidos a ignorancia real”.

En cualquier caso, lo que cierto es que en solo unos segundos la alegría y la tristeza cambió de bando. La diosa Fortuna, caprichosa como siempre, sobrevoló el Congreso, y en esos breves instantes mostró su diversos semblantes: la fortuna dudosa, pues la suerte de la reforma dependía de un solo voto; la fortuna breve, pues la alegría del PP fue efímera; y, por último, la mala fortuna, inicialmente del Gobierno, que veía bloqueado su proyecto, pero que fue subsanado a su vez por el desafortunado error de Casero.

Seguramente que, en ese momento, la ministra Yolanda Díaz, pudo haber rememorado ese pasaje de Ricardo III, en el que Gloucester declama: “Ahora el invierno de nuestro descontento se vuelve verano con este sol de York; y todas las nubes que se encapotaban sobre nuestra casa están sepultadas en el hondo seno del océano”.

Opiniones habrán sobre si lo mejor que nos podía pasar es que se aprobara la reforma, o, si por el contrario, ese invierno de nuestro descontento se va a perpetuar. ¿Quién lo sabe?

Cuentan que en una aldea china un labrador vivía con su hijo. Solo tenían algo de tierra y un caballo. Un día el animal se escapó, dejando al hombre sin ayuda para arar la tierra. Sus vecinos trataban de consolarle, pero ante la sorpresa de estos, él les preguntó: ¿Cómo podéis saber si ha sido una desgracia?

Una semana después el caballo regresó en compañía de una yegua. La cuadra crecía. Al enterarse los vecinos se apresuraron a felicitarle por su suerte, pero de nuevo el labrador les preguntó: ¿Cómo podéis saber si es una bendición? Los vecinos no daban crédito a su actitud.

Tiempo después, cuando el hijo del campesino trataba de domar a la yegua, esta lo desmontó y el joven se fracturó la pierna. Otra vez encontró el cariño y el consuelo de sus vecinos, pero igualmente les preguntó: ¿Cómo podéis saber si ha sido una desgracia?

Al cabo de unas semanas Japón declaró la guerra a China, y todos los jóvenes del pueblo fueron reclutados para el ejército. Todos, menos el hijo del labrador. Ninguno de los de aquella quinta regresó vivo.

Con el tiempo, el caballo y la yegua tuvieron potros con los que el campesino ganó dinero, y además su hijo se recuperó. Con frecuencia el labrador visitaba a sus vecinos para consolarlos y siempre que alguno se quejaba, le decía: ¿Cómo sabes si esto es una desgracia? Y si alguno se alegraba mucho, le preguntaba: ¿Cómo sabes si esto es una bendición?

Y es que más allá de las apariencias, la vida tiene muchos significados. ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? Quién lo sabe.

Publicado en Valencia Plaza, 17 febrero 2022

Malos tiempos para la lealtad 

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La tempestad generada por la ruptura de Ciudadanos con el PP en Murcia, y sus efectos en otros gobiernos, acompañada por el cambio de partido de algunos de sus representantes más señeros, como Toni Cantó, ha puesto de nuevo de actualidad un concepto que no es nada extraño en política: la traición. Y ello sin que el pacto antitransfuguismo suscrito por la mayoría de las fuerzas políticas, acabe por resultar eficaz.

Está claro que en nuestra sociedad actual la percepción de la traición, en la práctica, ya no es lo que era. Nada que ver con la época de Dante Alighieri, que reservó el noveno círculo del infierno, el último, más profundo, miserable y repugnante de todos ellos, a los traidores.

Clemenceu, primer ministro francés en 1906, declaró que “un traidor es un hombre que dejó su partido para inscribirse en otro. Un convertido es un traidor que abandonó su partido para inscribirse en el nuestro”.

Una pirueta dialéctica más de un político. Como todas aquellas que se intentan justificar aludiendo a que son ”cosas que se dicen durante la campaña electoral”. Como si esto otorgara la absolución automática, olvidando que, como define la RAE, la traición es la falta que se comete quebrantando la fidelidad o lealtad que se debe guardar o tener.

Y es que, como decía Isabelle Hupert en el filme Elle, la vergüenza no es un sentimiento tan fuerte como para impedirnos hacer cualquier cosa. Se recupera así, si es que alguna vez se perdió, la peor versión de los sofistas. Aquellos filósofos de la Grecia Clásica que se hicieron populares enseñando retórica, como técnica de persuasión para hacerse con un puesto en la administración de la polis.

Dice la máxima del marketing, que la única realidad es la percepción del cliente. Por tanto, si somos capaces de influir sobre su percepción, podremos construir la realidad. Se encuentra así la raíz del relativismo y del escepticismo. No habría una verdad universal, sino que cada uno de nosotros tiene la suya; por eso hablar de traición sería relativo.

En cambio, el psicobiólogo de la Universidad de Harvard Marc Hauser apuntó que “hay un conjunto de principios comunes que todos los seres humanos parecen compartir en lo que respecta a sus juicios morales” incluso a pesar de las diferencias subyacentes a las religiones, y que tendrían cierto carácter innato previo al razonamiento racional, hasta el punto de que ante algunos dilemas morales, las emociones seguirían a los juicios morales, no al revés.

Es decir, que, en palabras del psicólogo social Jonathan Haidt, la mente funciona como un pequeño jinete (razonamiento consciente) cabalgando un elefante muy grande (procesos automáticos e intuitivos).

En su investigación, Haidt pedía a la gente que diera una respuesta de lo que para ellos es moralmente justo ante distintos problemas morales, midiendo el tiempo de respuesta y escaneando su cerebro. La observación mostraba que los participantes llegaban rápidamente a una conclusión pero no podían decir por qué. ¿Es incorrecto tener relaciones sexuales con un pollo muerto? Si su perro se muere, ¿por qué no se lo come? La mayoría de los participantes respondían que todo eso estaba mal, pero ninguno podía explicar por qué. Era a partir de este momento que empezaban a elaborar razones justificativas de su decisión. Y esto sugiere un proceso inconsciente que básicamente nos empuja en una dirección o en otra.

Según este autor, hay (al menos) seis fundamentos morales innatos que se mueven entre dos extremos: cuidado-daño, justicia-engaño, libertad-opresión, lealtad-traición, autoridad-subversión, y pureza-degradación.

Según este modelo, tanto las diferentes culturas, como los individuos nos posicionamos en algún punto de ese continuo dando más o menos relevancia a esos principios. Y dado que los partidarios de una determinada ideología o partido son poco sensibles a los  fundamentos morales del adversario, como recuerda el neurocientífico Óscar Vilarroya, el sentimiento de grupo es tan fuerte que nos lleva a pensar que todo lo que hacen los grupos contrarios está mal, independientemente de que objetivamente pudiéramos pensar que está bien, llegando a interpretar sus discursos o comportamientos como egoístas o malintencionados. De ahí la frase de Clemenceau.

Así pues, si asumimos estas conclusiones científicas, parece que nuestro margen racional es más limitado de lo que pensamos. Por cierto, el mencionado Hauser fue acusado de coaccionar a sus alumnos a falsear datos para ajustarlos mejor a su propia tesis, lo que no implica necesariamente que no fuera correcta... ¿o sí?

Publicado el 14 de abril de 2021 en Valencia Plaza.