La discapacidad es también relacional.

Se acerca el final de temporada futbolera y con ello el consabido parón del calendario, que dará cierto respiro a los sufrimientos de muchos aficionados que vuelcan en el deporte practicado por otros su esperanza de triunfo trascendente.

 Desde el  comienzo de la temporada hemos visto de nuevo los altibajos de los equipos, sus éxitos y sus fracasos, y cómo esas vicisitudes tensaban la cuerda por el punto más débil del sistema, el entrenador. Como nos podemos imaginar algunos de ellos no acabarán la liga al frente de su equipo, algunos ni siquiera consiguieron comerse los turrones, y como razones se habrán alegado la consabida necesidad de un revulsivo que revierta la situación, los motivos personales, los desencuentros con la directiva o con la afición, la incapacidad para gestionar el vestuario, etc.

 Centrémonos en esta última, el entrenador se encuentra en una situación que casi cualquier director de recursos humanos tildaría de paradisíaca:

una empresa en la que los trabajadores cobran más de lo que la inmensa mayoría de currantes conseguirán en toda su vida profesional,

una empresa en la que buena parte del trabajo descansa en la inversión en formación continua, en forma de entrenamientos, charlas tácticas, videos de apoyo de los rivales,

una empresa en la que sus trabajadores tienen una jornada tal que les permite conciliar sin obstáculo su vida personal-familiar, con la profesional

 En estas circunstancias parece que el entrenador debería tener bastante fácil su misión que, básicamente, podríamos resumirla en no estropear ese estado de armonía, y para ello procurar gestionar adecuadamente las relaciones con el vestuario, influir, más que dominar, a las estrellas del césped, y dotarles de un sistema de juego que propicie la canalización de su arte.

 Sin embargo, no todos los entrenadores desarrollan esa competencia con el nivel adecuado, a veces porque un vestuario galáctico no les deja, al no reconocer su autoridad, y otras porque el propio entrenador no es sensible hacia la misma, porque por ejemplo fue en un pasado reciente brillante futbolista, y conocedor de la lucha de egos que se dan en este negocio, pretende imponer el suyo como antaño.

 Es evidente que todos los humanos estamos expuestos a esa incapacidad de gestionar nuestra relación con los demás, y que esa incapacidad es susceptible de mostrarse en muchos momentos a lo largo de nuestra vida. Es más, sin duda esta incapacidad está en el origen de los conflictos en los que nos vemos envueltos individualmente o como miembros de una colectividad. Y es que los seres humanos no somos capaces de todo, ni siempre.

 Sin embargo, parece que solo somos sensibles hacia las limitaciones más evidentes física, psíquica o sensorialmente.  Y ello aunque son muchos y variados los ejemplos de discapacitados que han trascendido en la historia. Recordemos, por ejemplo, al emperador Claudio, que sobrevivió a las conspiraciones por el poder en los inicios del imperio romano, y al que su fama de idiota y sus defectos físicos –cojera y tartamudez- sin duda le preservaron hasta que sucedió a su sobrino Calígula, convirtiéndose en un director sensato y equilibrado de una de las primeras multinacionales de la historia. Incluso se permitió la iniciativa de conquistar Britania dirigiendo al ejército romano, alguien que sin duda nunca habría sido declarado apto para la milicia.

 Es más, si hoy preguntamos en cualquier oficina cuántos de los empleados de administración escriben en el ordenador empleando todos los dedos de ambas manos, comprobaríamos que seguramente no lo harían más de un 30% si nos dicen la verdad. Y es que efectivamente para escribir no se requieren los diez dedos –hoy la ergonomía proporciona adaptadores que facilitan la escritura de los que no disponen de manos o de movilidad-; más aún, para escribir una de las más grandes obras de la literatura universal solo se necesitó una mano, la de Miguel de Cervantes. Y muchos más podrían ser los ejemplos en las artes de figuras relevantes que nos legaron obras maestras, sin poder escuchar las notas, como Beethoven, o sin apenas alcanzar al lienzo, como Toulouse Lautrec.

 Nos olvidamos así que nuestra peripecia vital no es más que una sucesión de estados de discapacidad, interrumpidos por momentos en los que al menos tales discapacidades físicas, síquicas o sensoriales no se evidencian. En efecto, nacemos discapacitados, requiriendo cuidados y atenciones de nuestros padres, y morimos discapacitados, requiriendo cuidados y atenciones de nuestros hijos. Y entre medias superamos episodios de enfermedad y dolencias más o menos graves, más o menos largos, pero sin que en general trastorne definitivamente nuestra integración en el mundo laboral. Por ello, con esta perspectiva, dificultar la integración de otros congéneres que se encuentran en dichos estadios, parece cuanto menos una inconsciencia resultado de la ceguera propia de los vanidosos, que no quieren ser asumir lo efímera y frágil que es su carcasa física, síquica o sensorial.

 Por tanto es de agradecer todas las iniciativas que tomen las empresas para favorecer el cambio en la gestión de la integración de la discapacidad. Ya sea incluyendo entre sus valores la responsabilidad social corporativa, ya sea  estableciendo como competencias propias de los directivos excelentes el respeto y el desarrollo de las personas. Porque solo interiorizando este objetivo, será posible conseguir y superar ese antiguo 2% de empleados discapacitados por cada 100 trabajadores, que una disposición legal de 1982 establecía para las empresas, y que como casi todo lo que se impone pero no se siente, sufre una silenciosa y larga resistencia.

 En este proceso, la figura de los jefes, cualquiera que sea su nivel en la jerarquía, es clave para hacer efectiva esta política, ya que el papel del jefe como foco de influencia y ejemplo en su unidad organizativa es decisivo en el cumplimiento y aplicación real de las decisiones adoptadas. Así pues hay que impulsar programas de sensibilización con la discapacidad para jefes y empleados de a pié, en los que a través de jornadas y charlas tomen conciencia de esta otra situación, de la exposición que cualquiera de nosotros tiene para estar al otro lado de esa frontera, porque la inmensa mayoría no nacemos discapacitados, y para que conozcan en directo y en persona testimonios de esos otros hombres y mujeres que se encuentran en un estadio de discapacidad que evidencia ciertas limitaciones que, sin embargo, no les impiden realizar determinadas tareas y obtener excelentes resultados.

 Sin duda que estos trabajadores no desentonarán por eso en un entorno en el que abundan otros colegas que, con aparente capacidad, se encargan de frustrar los resultados sin esfuerzo con su modo de relacionarse y gestionar personas. Pero de esos hablaremos otro día. Y recuerda que el día 3 de diciembre se conmemora el Día Internacional de las personas con discapacidad (Publicado en Información de Alicante)