El jefe siempre tiene razón...¿o no?
/Llevar la contraria al jefe no es habitual, aunque no es imposible.
Justo antes de comenzar el último debate de investidura, la líder de Ciudadanos, Inés Arrimadas, llamó a los presidentes socialistas de comunidades autónomas y a los líderes “regionalistas” para que “intentaran hacer recapacitar a Pedro Sánchez”, y que si esto no era posible, les pidieran a los diputados de sus provincias que “no apoyaran este gobierno”.
Tal vez Arrimadas podría haber revisado a los teóricos de la motivación. Estos la relacionan con la satisfacción, de modo que en situaciones de insatisfacción se producirá una conducta para lograr o evitar un resultado; en tanto que en situaciones de satisfacción, se tiende a conservar el equilibrio interno. Así, por ejemplo, para Edwin Locke el trabajador compara lo que percibe con lo que aspira a conseguir: si lo que tiene es igual o más que lo que desea estará satisfecho, en tanto que si lo que percibe no cumple sus expectativas, por muy equitativas que sean esas recompensas, se sentirá insatisfecho.
Es sabido que no tuvo ningún éxito; quizá los barones socialistas no aspiran de momento a más. Y al fin y al cabo se trataba de posicionarse en contra de su jefe, y esto es algo ciertamente difícil y arriesgado. Tal vez, además, estos líderes hayan releído a Baltasar Gracián, que aconseja evitar las victorias sobre el jefe: “toda derrota es odiosa, y si es sobre el jefe, o es necia o es fatal. Los astros, con acierto, nos enseñan esta sutileza, pues aunque son hijos brillantes, nunca compiten con los lucimientos del sol”.
Ahora bien, tampoco es extraño que haya quien se atreva, como demostró en ese mismo proceso Ana Oramas, la única diputada de Coalición Canaria en el Congreso, que decidió desobedecer la directriz de su partido y votó en contra de la investidura de Sánchez, en vez de abstenerse. Su partido está estudiando las eventuales medidas disciplinarias que aplicar.
Que llevar la contraria al jefe es una aventura de alto riesgo, también en política, lo demuestra sin más el que el patrón de los políticos y gobernantes sea Santo Tomás Moro. Los motivos se pueden colegir del visionado de la película Un hombre para la eternidad, que narra el enfrentamiento de Moro con el rey Enrique VIII, o más recientemente en la serie los Tudor.
Resumidamente, como sabemos, el rey inglés rompió con la Iglesia de Roma porque esta no accedió a concederle una dispensa especial que le permitiera separarse de su primera esposa, Catalina de Aragón, para poder casarse con Ana Bolena. Por su parte, Moro, que era canciller nombrado por el mismo rey, no aceptó prestar juramento por el que se reconocía al monarca como jefe de la nueva Iglesia Anglicana, que a partir de entonces sustituiría a la de Roma. El desenlace fue trágico: Tomás Moro fue decapitado.
En todas estas historias, las motivaciones de los protagonistas para actuar en uno o en otro sentido son el resultado de un análisis interno de coste-beneficio: qué coste implica para el actor votar a favor o en contra de su partido, o reconocer o no la nueva potestad de su rey, y qué ventaja reporta para ese sujeto actuar de una u otra manera. Podemos observar que, si. en general, el coste para el individuo es mayor que el beneficio que obtiene, evitará la situación; en cambio, si el beneficio es mayor que el coste, actuará en consecuencia.
Claro que, como habrá intuido el lector, lo que vale la pena en términos de coste-beneficio, lo que estamos dispuestos a hacer, depende también de la importancia que le demos al asunto de que se trate en cada caso. Y esa ponderación es tan variada como cada uno de nosotros, y, por tanto, personal e intransferible. De hecho, en el ejemplo de Moro, al parecer, el coste de perder la vida resultó menos importante que el beneficio de no renunciar a sus principios. Incluso el propio Sánchez en la fallida investidura de julio de 2019, replicaba a Pablo Iglesias en estos términos: “Si he de renunciar a mis principios para ser presidente (…), yo no seré presidente…ahora”.
En cualquier caso, sea cual sea el ámbito en el que nos fijemos, la historia es en sí misma una carrera de fondo en la que se suceden continuamente los jefes, que son reemplazados por otros, y por otros, y por otros… con más o menos conflicto. Y como en todas las carreras de fondo, lo relevante no es cómo se empieza sino cómo se acaba. En el curso de la misma siempre hay adversarios, propios o extraños, que esperan el momento más propicio para precipitar la caída del que, eventualmente, va en cabeza. Y vuelta a empezar.
Y no estamos hablando de traición, porque “la traición nunca prospera, porque si prospera nadie osa llamarla traición”. Así lo declaró ingeniosamente John Harington, ahijado de la reina Isabel I de Inglaterra, e inventor del inodoro con descarga, precursor de los modernos sistemas de evacuación de detritus.