Cultura y poder: ¿temor reverencial?

Publicado en ValenciaPlaza el 09/04/2013 Cuentan rumores malintencionados que durante la reciente elección del Papa, la mayor ventaja que se otorgaba a los cardenales españoles para ser elegidos, era que siendo de esa nacionalidad quedaba descartada una dimisión anticipada como la del alemán Benedicto XVI. Y es que en Alemania hasta hay políticos capaces de dimitir porque plagiaron la tesis doctoral hace 33 años, como es el caso de la hasta hace poco ministra de Educación, Annette Schavan.

En cambio es sabido que en nuestro país, lo de dimitir no se lleva. Los últimos recuentos hablan de 350 políticos imputados en todo el territorio nacional, si bien la dimisión nunca es tan numerosa, y si acaece, o bien afecta a responsables de segunda línea -nunca al primer espada-, o bien se limita al cargo político pero no al acta de concejal o diputado, que curiosamente daba lugar a ese cargo y que conlleva la condición de aforado. Pues eso, que no hay cultura de dimisión, ni de rendir cuentas por lo hecho.

Transparencia Internacional en su informe "Dinero, política y poder. Riesgos de corrupción en Europa", evaluó en 2011 los sistemas de integridad nacional de 25 países europeos, concluyendo entre otras cosas que un número de países del sur de Europa -Grecia, Italia, Portugal, España- muestra serios problemas en cuanto a la responsabilidad del sector público y arraigados problemas de ineficiencia, malas prácticas y corrupción que no son suficientemente controlados ni sancionados.

Desde esta perspectiva son relevantes los estudios de Hofstede, que identifican la distancia del poder como una de las dimensiones culturales que diferencia a unos países de otros, y que se entiende como el grado con que una persona puede determinar el comportamiento de otra, y hasta qué punto se acepta una distribución desigual del poder. Organizativamente hablando este concepto influiría por ejemplo en la tendencia a centralizar o descentralizar, o en el número de estratos jerárquicos de una empresa, de modo que podría desprenderse que, en general, en los países de distancias jerárquicas amplias las empresas muy jerarquizadas son las más adecuadas, y al revés.

En el modelo de Hofstede, España se ubica entre los países con una distancia del poder grande, coincidiendo con el trabajo de Trompenaars que incluye a nuestro país junto con Francia entre aquellos en los que predomina un cultura jerárquica en la que el que manda detenta una considerable autoridad, frente a países escandinavos y anglosajones en los que predomina un mayor igualitarismo.

Lo cual es coherente, según Trompenaars, con la idea de que en España o Italia el respeto por el superior jerárquico es visto como una medida de compromiso con la organización y su misión, más que como resultado del desempeño y su conocimiento como ocurriría por ejemplo en Estados Unidos o Suecia. Porque aquí, como decía uno de los pretendientes de Linda Cristal en la película "El Álamo" (1960), "la clave está en llevarse bien con los que mandan".

Este respeto en ocasiones vive bajo la sombra de lo que nuestro ordenamiento jurídico define como temor reverencial, es decir, aquél en virtud del cual se teme desagradar a aquellos a los que se debe respeto y sumisión (art. 1267 Código Civil). Es evidente que estos valores, esta manera de pensar, no se cambian de un día para otro. Por eso algunos autos judiciales deben ser especialmente cuidadosos a la hora de justificar la imputación de personajes públicos de primer nivel, y por eso también nos chocan especialmente aquellas manifestaciones de reacción virulenta que, como el actualmente de moda escrache, persiguen exigir responsabilidad.

Y es que más allá del debate acerca de la licitud o no de esta práctica, lo cierto es que en palabras del escritor Victor Hugo (1802-1885) "todo poder es deber", es decir, quien tiene poder tiene responsabilidad, por más que quienes lo ostenten pretendan escurrir el bulto. Y para constatarlo basta con aplicar la prueba del algodón, según la cual, y en expresión de Morriss, se puede negar toda responsabilidad demostrando simplemente falta de poder, porque la relación entre el poder y la responsabilidad es esencialmente negativa.

Otra cosa es que, como gritaba el personaje de José Isbert en el filme "El Verdugo" (1963), cuando intentaba evitar que su yerno se rajase de la ejecución que le habían asignado: "¡Para dimitir siempre hay tiempo!".