Pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí?

¿Cuántas veces nos hemos hecho esta pregunta? Tanto en nuestro día a día personal como profesional son muchas las situaciones en las que nos sorprendemos al vernos en tesituras incómodas, y dudamos si la responsabilidad de ello es del todo nuestra o de los demás. ¿Qué decisiones nos llevaron a ese momento?

El premio Nobel de Economía Thomas Schelling, recordaba su sorpresa antes de comenzar una conferencia ante un “numeroso público”. Desde su posición tras los cortinajes del escenario, contempló con estupor que justo antes de comenzar, al menos las doce primeras filas que podía atisbar a ver, estaban vacías. Desolador. Y al mismo tiempo el organizador del acto le apremiaba a que saliera sin más dilación. Entre reticente y mosqueado, Schelling salió al escenario, y entonces descubrió que había más de ochocientas personas en la sala. Desde la decimotercera fila hasta la última, no cabía un alfiler.

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Cuando acabó la conferencia, intrigado, les preguntó a sus anfitriones, por qué habían distribuido así a los asistentes. Para su sorpresa, estos le explicaron que el público se había sentado así según su preferencia, ya que ni siquiera habían contratado acomodadores, precisamente para dar libertad a los participantes a ubicarse donde quisieran.

A partir de este suceso, Schelling empezó a elucubrar sobre los motivos que llevaron a los asistentes a decidir ocupar los asientos de aquella manera: quizá lo hicieron porque por timidez prefirieron sentarse detrás de los primeros que habían llegado, o tal vez buscaban una salida más discreta para escapar en caso de que no les gustara la conferencia, o quizá porque querían evitar quedarse aislados en la platea y así se iban sentando cerca de los que ya estaban aposentados, o por una mezcla de motivos… o quién sabe por qué.

No obstante, el hecho cierto es que el resultado de la distribución final dependió de las decisiones individuales de los asistentes. Decisiones que no necesariamente tenían que coincidir con sus gustos, y que las iban tomando según lo que se iban encontrando en la sala, al entrar en momentos diferentes, y que iba constriñendo y condicionando las opciones posibles.

En esta línea, y utilizando el símil de la creación de un sendero, Juan Antonio Rivera,  en su libro “Carta abierta de Woody Allen a Platón”, explica que cada uno es heredero de un orden originado involuntariamente por los anteriores transeúntes, pero al que realizamos nuestra pequeña contribución paseando por esa misma senda, por la que a su vez transitarán los que vengan después de nosotros. Al principio, muchos senderos fueron posibles, pero en cuanto uno de ellos se torna dominante, los actos de los demás transeúntes lo harán más dominante aún.

Y como ejemplo de esa retroalimentación positiva, Rivera rescata una escena de la película La dama de Shanghai, en la que Orson Welles relata cómo pescó un tiburón que, aunque herido, se desenganchó del anzuelo. Sin embargo, su sangre hizo que acudieran otros tiburones que enloquecidos empezaron a devorarse unos a otros, en una cadena sin fin. Al final, ninguno sobrevivió.

Tiburones devorándose entre sí.

Tiburones devorándose entre sí.

Vemos así que ese orden de ocupar la sala, o de generar un sendero, tenía múltiples opciones al inicio, y la consecuencia final no implica necesariamente que el resultado sea el más eficiente, o el mejor. Si no se toma cierta perspectiva y  se adapta a los cambios del entorno, puede que ya no nos lleve al destino inicial. Sin embargo, los asistentes a la conferencia del Schelling decidieron no moverse pese a que quizá, de haberse adelantado unas filas, podrían haber visto y escuchado al orador con mayor nitidez.

Según Schelling el público de la sala estaba atrapado en un equilibrio ineficiente. “Ineficiente” en el sentido de que al menos podían darse otras formas de sentarse todos que fuera mejor para al menos uno de los asistentes, y no fuera peor para ninguno. “Equilibrio” porque nadie quería cambiar la situación a título individual, pues sentía el riesgo de empeorar (“quizá lo veré mejor, pero no me gusta quedarme solo”); el  resultado es que nadie se movió, resignándose a quedarse como estaban pese a su incomodidad.

Es entonces donde entra en juego la figura del acomodador. Este por su posición y experiencia podría visualizar una mejor distribución en la sala, y romper la parálisis del equilibrio ineficiente, invitando al público a avanzar unas filas. Claro que también recurrir a esa autoridad no está libre de problemas, y corre el riego de limitar la libertad de las personas, pues interpretar sin más lo que supuestamente conviene a la gente no garantiza su ajuste real con los deseos de los individuos, porque nunca se sabe con certeza lo que todos y cada uno de ellos desea. . Y tampoco es suficiente utilizar técnicas de muestreo, que siempre son limitadas. Como por ejemplo, cuando el directivo limita su consulta a su reducido círculo de confianza para tomar una decisión; o el dirigente político a la militancia de su partido, para generalizar la conclusión a todo el electorado.

Sin duda es un asunto complejo, pero como afirmaba Brad Pitt en El curioso caso de Benjamin Button: “si te sirve de algo, nunca es demasiado tarde,.. o demasiado pronto, para ser quien quieras ser”.