Ritos funerarios: La jauría humana

Según el INE cada día fallecen en España 1.084 personas, alguna más de las que vienen al mundo en ese mismo lapso de tiempo. Sin embargo, pese a su evidencia y cotidianeidad la muerte no es un asunto del que guste hablar, quizá porque como apuntaba el filósofo griego Epicuro “la muerte es una quimera, porque mientras yo existo, no existe la muerte; y cuando existe la muerte, ya no existo yo”.

Pero lo cierto y verdad es que todos los días mueren congéneres con los que hemos tenido mucha, alguna o ninguna relación. El discreto y sentido dolor de sus allegados apenas se difunde más allá de un estrecho círculo de familiares y amigos. Salvo cuando el fallecido es alguien notorio, pues entonces se precipitan las glosas tanto enaltecedoras como críticas, según sea la filia o la fobia que se profese al difunto. Y sin duda que los recientes fallecimientos de Rita Barberá y de Fidel Castro, proporcionan ejemplos de esto último, pudiendo observar manifestaciones de uno y otro signo en ambos casos, sin que importe la distancia ni el régimen político vigente. El porqué de una u otra opción, siguiendo a Kahneman, estaría en la evaluación emocional que hacemos de la situación y que juega un papel clave en nuestras decisiones, o dicho de otro modo, el rabo emocional, mueve al perro racional.

Según la teoría de gestión del terror, desarrollada por Becker y Greenberg, el comportamiento humano está motivado por el miedo a nuestra propia muerte. Y en ese contexto cada concepción cultural nos proporciona seguridad ante la ansiedad, y una simbólica inmortalidad si vivimos de acuerdo a sus estándares. Por eso las personas responden positivamente ante quienes reafirman sus defensas culturales ante la ansiedad, y negativamente ante quienes amenazan esos mismos amortiguadores. Mejor que considerar la posibilidad de que nuestra visión del mundo o el principio moral es inválido, preferimos ver al transgresor como un demonio, y, consecuentemente, castigarlo. Según la hipótesis de estos investigadores, recordar a la gente su mortalidad, les motiva a mantener los paradigmas culturales que rebajan su ansiedad siendo especialmente benévolos con quienes los refuerzan, y especialmente punitivos con quienes los ponen en riesgo. Así, en el filme La jauría humana, veíamos cómo Robert Redford sufría la persecución irracional del pueblo, sin que el sheriff Marlon Brando pudiera defenderlo.

 

Y es que ya Freud sostuvo que la experiencia humana era una pugna continua entre el instinto de vida y el de muerte, hasta el punto que nuestro instinto de auto-conservación proyectaba la pulsión de muerte hacia afuera, hacia el otro. De modo que el “yo”, para defenderse de la ansiedad que la crítica le genera, activa mecanismos de autodefensa variados como el humor, la sublimación, la negación o el desplazamiento. Tanto es así que según el neurólogo Sapolsky, muchos evitan desarrollar úlceras a costa de provocárselas a los demás, pues uno de los factores que más ayudan a aliviar la carga del estrés, tanto para nosotros como para el resto de los animales, es hacer infelices a los demás, dirigiendo nuestra agresividad hacia otras personas.

El psicólogo Paul Slovic argumenta que la gente se forma opiniones y hace elecciones que expresan directamente sus sentimientos y su tendencia básica a buscar o evitar algo, a menudo sin saber que lo hacen. Y en este proceso debemos estar alerta, pues el mundo que imaginamos no es una réplica precisa de la realidad sino que está distorsionado por la intensidad emocional de los mensajes que nos llegan, su frecuencia y su cobertura mediática, ante lo cual es difícil resistirse y mantener la ecuanimidad.

Por eso, como decía la protagonista que cuidaba del anciano en la película Amador, dirigida por León de Aranoa, “sólo cuando estéis en silencio, escucharéis de verdad”. Winston Churchill, afirmó que “existen tres tipos de personas: las que se preocupan hasta la muerte, las que trabajan hasta morir y las que se aburren hasta la muerte”. Pero, cualquiera que sea la tipología del difunto y la opinión que de él tengamos, la música seguirá existiendo en nuestra mente aunque el instrumento ya no emita nota alguna.Publicado en Valencia Plaza, 1 diciembre 2016.

Educación y poder (y II)

Informe PISA adultos.png

Publicado en Plaza Valencia, 22 de octubre 2013 . Pero si la educación es poder, ese poder también es individual en tanto que disponer de una adecuada formación amplia nuestras posibilidades de conseguir nuestros objetivos vitales. Decía el filósofo grecolatino Epicteto (55-135) que "acusar a los demás de los infortunios propios es un signo de falta de educación; acusarse a uno mismo, demuestra que la educación ha comenzado".

Porque como resumía el escritor británico Herbert Spencer (1820-1903)  "el objeto de la educación es formar seres aptos para gobernarse a sí mismos, y no para ser gobernados por los demás". Y es un dato práctico y objetivo saber que en España el paro es mayor cuanto menor es el nivel formativo alcanzado. Los datos del INE de 2012 así lo muestran: solo un 4,6% españoles con el grado de doctor están en paro, y un 15,2% de quienes concluyeron la enseñanza superior; en cambio quienes solo tienen los estudios primarios sufren un desempleo del 37,5%.

Por ello mismo no podemos dejar pasar los sucesivos informes de organismos internacionales, como PISA o PIAAC , que sitúan nuestro nivel educativo en la cola de los países desarrollados, y la tasa de abandono y fracaso escolar en el doble de la media europea, alcanzando el 30%. Y si esto es así y de manera consistente en las últimas décadas, cabe preguntarse si es que hay alguien interesado en que esta estrategia continúe muchos años más, quizá para siempre.

Como decía el activista político estadounidense Malcom X (1925-1965), "la educación es el pasaporte hacia el futuro, el mañana pertenece a aquellos que se preparan para él en el día de hoy", y ese esfuerzo debemos hacerlo en cualquier caso, independientemente de que el sistema institucional, sea cual sea este, nos dé mayor o menor margen.

 

 

Educación y poder (I)

Malala Yousafzai

Malala Yousafzai

“Un niño, un maestro, un profesor y un lápiz, pueden cambiar el mundo. La educación es la solución”. Así se expresó en la ONU, Malala Yousafzai, la niña de 16 años que sobrevivió al ataque talibán a un autobús escolar en Pakistán en su línea de prohibir la asistencia a la escuela de las niñas y privarlas de su derecho a la educación. Un ejemplo más de que la pugna por controlar la educación no es un asunto cualquiera, y que no conoce ni tiempos ni fronteras. En nuestro país, el discutido ministro Wert, ha logrado que se apruebe recientemente una nueva ley de educación, respaldada exclusivamente por los votos del partido en el gobierno, y criticada por el resto de la oposición. Ley que a su vez sustituye a una anterior cuya aprobación contó con los mismos bandos, pero en posiciones contrarias. Y no es la primera vez, ni quizá la última.

La razón de esta perenne confrontación la podemos encontrar en la tercera acepción que la RAE prevé para el término educación: “instrucción por medio de la acción docente”. Que a su vez nos lleva a reflexionar sobre que “instruir”, según la misma institución, es “comunicar sistemáticamente ideas, conocimientos o doctrinas”. Y claro, la oportunidad de tener a un público cautivo al que inseminar gota a gota, día tras día, año tras año, unas determinadas ideas es una tentación irresistible, en especial para quienes pretenden dirigir los destinos de los demás. Porque si admitimos que, como refrendan numerosos estudios, nuestras creencias más profundas se instalan en cada uno de nosotros en los primeros años de nuestra vida, un sistema educativo que abarca en torno a 20 años en su versión más extendida es un mecanismo goloso para el poder. Y es que aunque reconozcamos en último término la libertad individual para procesar la información que se recibe, es evidente que en los primeros años de nuestra vida no disponemos de la lucidez y el criterio para discernir lo cierto, de lo sesgado. En relación con esto, Foucault (1926-1984) reflexionó sobre la escuela como expresión de mecanismos de poder, y de sus técnicas de “serialización” y jerarquización de personas, de los recursos humanos. De ahí la importancia de la cultura en la formación de la personalidad, y por ello el intento de controlar en la medida de lo posible los diversos elementos que la componen, desde el estilo político a la religión, pasando por las costumbres, la moral y las manifestaciones artísticas…Por ejemplo, Oliver Cromwell (1599-1658) que derrocó al rey de Inglaterra Carlos I, primer monarca occidental que fue ejecutado públicamente, solo permitía la impresión de aquellos libros que él había leído y aprobado personalmente. Al menos no los prohibía todos, como sucede en el filme Fahrenheit 451, dirigido por Truffaut (1932- 1984) y basado en la novela de Ray Bradbury (1920-2012), en el que el gobierno impedía leer porque de ese modo los seres humanos empiezan a ser diferentes, cuando el objetivo es que sean iguales, y por ello ordenaba la quema de todos los libros, que entraban en combustión a esos 451 grados Fahrenheit. Y esto no ha sido una excepción en la historia de la humanidad; filtrar la información que interesa y dejar pasar solo la que ayuda a conseguir nuestros propósitos, es algo connatural a los seres humanos en todos sus ámbitos de relación: familiar, laboral, de amistad, en la política…Publicado en Valencia Plaza, 22 octubre 2013.